Presentación de Rodolfo Notivol

Para los que no pudieron estar el sábado 1 de diciembre en la presentación de Ropa tendida en la librería Los portadores de sueños, a continuación les dejo el texto de Rodolfo Notivol. La fotografía es de Inmaculada García, bibliotecaria de la Biblioteca para Jóvenes Cubit.
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ROPA TENDIDA
Ha llegado el momento de la partida, de marcharse de la casa de los padres, y Sandra, la protagonista de Ropa tendida, la mediana de tres hermanos, antes de emprender la marcha, decide echar un vistazo a lo que la rodea.
Así podría resumirse y así comienza Ropa tendida:
"Mi padre ve la televisión o, bueno, en realidad consulta las páginas de la bolsa en el teletexto. Es sábado y llueve. La ventana de mi cuarto da a una terraza acristalada, los ruidos de la calle me llegan amortiguados. Sólo me he enterado de la lluvia cuando me he levantado de la cama y he visto a mi madre tendiendo la ropa por los radiadores, por encima de los muebles."
Lo que sigue a continuación es una propuesta:
"Sandrica, ¿Quieres que vayamos a esto?", propone su padre a Sandra.
El "a esto" a que se refiere el padre es a comprar unas baldas para los cedés que se amontonan en la habitación de la chica.
La propuesta del padre pronto parece convertirse en una invitación involuntaria, en un pistoletazo de salida. A partir de ese momento, cuando se inicia ese viaje en busca de esas estanterías, en un coche que ya conduce la propia Sandra, aunque sea siempre con el retrovisor al alcance de los ojos, la fuga de Sandra de la casa familiar, al igual que la lectura del libro, se hace imparable.
Ropa tendida es una novela que me gusta desde su primera línea: su titulo. Sin duda, Ropa tendida es uno de los mejores títulos con los que me he encontrado últimamente. Un título que en sí mismo contiene ya un libro entero.
Lo primero que me vino a la cabeza al leerlo, fue el olor de la ropa recién lavada y puesta a secar al sol. Un olor a familia y a patio de luces y, sobre todo, un olor que para mí es el que predomina en el libro de Eva: el olor, en el mejor de los sentidos, a humanidad.
Ropa tendida es un relato de tránsito y es un relato familiar.
Por eso dentro de él se pueden diferenciar dos mundos bien definidos: el de la familia, del que Sandra viene, al que todavía pertenece, y el resto del mundo, aquel hacia el que va, donde quiere abrirse un hueco y encontrar su propio lugar.
Respecto a su mundo familiar, la descripción que Sandra hace del mismo se parece bastante a ese patio de luces, quemado de rojos y un tanto desazonador, de la estupenda fotografía de Miriam Reyes para la portada. Un patio de luces en el que algunos de los miembros de la familia, como si alguien los hubiera colgado ahí ante la vida, igual que a esa ropa a la que alude el título, parecen atrapados, incapaces de encontrar un horizonte distinto al de las cuatro paredes que les rodean.
Un mundo estrecho, en definitiva, donde conviven, a veces a empujones, una serie de personajes potentes, difíciles de olvidar, que Sandra, o mejor, Eva a través de Sandra, tiene la habilidad de fijar en la memoria del lector desde su primera aparición, y que si en ocasiones se nos presentan un tanto oscuros (ahí tenemos a ese padre atrabiliario, dado al trapicheo, que pertenece al tipo de hombres al que no le gusta dar besos y que, según Sandra, puede ser "duro y frío" como los objetos de bronce que fábrica para sus hijas. O a esa madre teñida de pesimismo, especialista en idear desgracias antes de que ocurran; que da consejos que ella no sigue: "No te cases y, sobre todo, no tengas hijos", dice a su hija). En otras, se nos muestran enfocados por el humor -un humor compasivo, en todo caso- que, a veces, tiene en su traza un tono irónico y, otras, otro más ácido, que bien podría corresponderse con el de los personajes de alguna disparatada telecomedia americana.
Así nos encontramos con un padre que se dedica a llenar la casa con replicas en bronce de los regalos que la revista Superpop hace a sus hijas. Con una madre a la que gusta ejercer aquello que algunos llamarían franqueza aragonesa y que cuando quiere hacer un regalo a su hija para su casa nueva le dice "Llévatelo todo, que me quiero quitar mierda". Y, sobre todo, nos encontramos con ese hermano que camina por casa con pequeñas pesas unidas a sus tobillos para fortalecer las piernas; que tiene en el congelador una bolsa de guisantes con su nombre para rebajar las inflamaciones que le produce jugar al rugby a pesar de tener los pies planos; cuyo mejor amigo es un cantante de rap asmático; y que come siempre solo en su habitación, apartado del resto de la familia. O nos encontramos con la propia Sandra a la que vemos caminar por la calle con una alcachofa de ducha guardada en su bolso porque la siente como un trofeo al que no está dispuesta a renunciar.
De manera que no es extraño, ante este panorama, que en un momento dado la madre de Sandra se atreva a confesar a su hija:
"Ya sabes que nosotros somos un poco raros".
Pues bien, a través de esos personajes poderosos, Eva va fijando con sutileza un entramado de relaciones que consiguen que en ese estrecho mundo familiar al que antes me refería, y en el que, como se dice en el libro, no caben las historias de héroes ni de ideales, sí quepan otras muchas cosas.
Y así, con maestría, Eva consigue hacer desfilar ante los ojos del lector gran parte de los temas que ha interesado a la literatura desde siempre. Y así, por mencionar solo algunos, nos encontramos ante la incomunicación. Aunque, paradójicamente, en muchas ocasiones, se trate de una incomunicación a gritos.
Y vemos esa incomunicación en los padres, que pese a vivir juntos, a veces parecen llevar vidas paralelas. La madre come sola y harta de esperar se marcha al trabajo antes de que llegue el padre, el padre sale de casa solo tanto de día como de noche. La madre parece no querer enterarse de las cosas que hace el padre y se mete en la cama a llorar o a quedarse dormida.
Vemos, también, esa incapacidad de Sandra de tener una conversación intrascendente con su padre, porque cuando hablan "todo acaba volviéndose denso y oscuro como la sangre", nos dice la propia Sandra.
O vemos la relación de Sandra con su hermano, que fuera de casa es simpático con ella, le invita a una copa o le presenta a sus amigos. Pero que en casa ni le habla ni le saluda.
Una incomunicación que se traslada de los gritos también a los pequeños silencios cotidianos, que tanto dicen por si mismos. Las hermanas que no quieren que su madre se entere de que son ellas quienes dan parte del dinero al padre para comprar los objetos robados que lleva a casa. O Sandra, que busca en el periódico trabajo de limpiadora sin decírselo a su madre.
Y una incomunicación, fronteriza en ocasiones con la soledad, que hace de los sentimientos algo tibio, que no se declara abiertamente. Como ese único beso que la familia se da en todo el año, por Navidad. O como en ese emocionante episodio llamado "Violeta africana" en el que la madre no se encuentra bien y el padre, preocupado, pide a Sandra que vaya a verla y Sandra nos dice al respecto: "Es como si la quisiera a través de otra persona. A través de mí."
Por ese estrecho patio de luces familiar vemos también pasar el mundo de los sueños, de los deseos. En este caso de unos sueños que explotan antes de cumplirse. De unos deseos que se congelan, a veces por aquellos mismos que los poseen.
Como el sueño de tener un negocio propio, un bar, que persiguen los padres de Sandra. Para los que lo importante acaba siendo el hecho de ir detrás de ese sueño, de distraerse de su vida, pero a los que casi les tranquiliza que el sueño no llegue a cumplirse, que en realidad su vida no se vea modificada.
Sueños con trampa, en definitiva, que nos hablan de nuestra responsabilidad en lo que hacemos con nuestras vidas, y que sirven para alimentar en Sandra el afán de superación. Algo que tiene mucho que ver con la dignidad -otro de los grandes temas del libro- y con el coraje, que en este caso parece tener sexo femenino, pues lo vemos más claramente en las mujeres de la historia que en los hombres, y que será el que llevará a Sandra a empeñarse en que sus propios sueños, esos pequeños sueños cotidianos que la acompañan: tener un coche, un piso, un trabajo en los que cimentar una vida propia, sí salgan bien.
Y es que lo cotidiano es algo también muy presente en el libro. Esos ratos vacíos en casa, ese hacer recados, esos encuentros intranscendente en los bares o la presencia constante del mundo del trabajo, en su doble condición de losa aplastante y de tabla de salvación o vía de escape. Los trabajos del padre en la fundición o de guarda en la urbanización. Un padre que, cuando está en el paro, parece querer cobrarse una pequeña revancha comprando objetos robados que no sirven para nada. El trabajo de la madre limpiando casas ajenas que permite a sus hijas, cuando la acompañan, echar un vistazo a otras vidas en las que hay cepillos y bandejas de plata, mucho más hermosas que las figuras de bronce que su padre lleva a casa. O la obsesiva búsqueda de trabajo de Sandra en charcuterías, en bares, de limpiadora, de canguro, que, finalmente, la lleva al gran momento de conseguir aprobar una oposición. Aunque, eso sí, con la intercesión de la Virgen del Pilar. Pues su madre, aun no creyente, se ha encargado de colocar una vela bajo el manto para que le diera un buen empujón a su hija.
Y en ese mundo familiar un tanto áspero, que lleva a Sandra en muchos momentos a la confusión emocional, también se ve aparecer, de repente, algún chispazo de ese sentimiento inexplicable y espontáneo al que llamamos vínculo de sangre o sentido de clan. Como en ese "por nosotros" con que el padre brinda por navidad. O como en ese momento divertido en que Sandra acompaña a su padre a recoger sus aguinaldos navideños y de vuelta en el coche nos dice: "Ahora mismo, al volante, yo también me siento una ladrona que forma parte de la banda: soy la que conduce. "Arranca", ordena mi padre mientras sostiene entre sus brazos una larga plancha de salmón ahumado".
O vemos aparecer la ternura, aunque sea a regañadientes o sea sólo un recuerdo. El recuerdo de Sandra, por ejemplo, cogida de la mano de su padre, una tarde en el canódromo cuando compró un helado a ella y a su hermana con el dinero ganado en las apuestas.
Y poco a poco, por debajo de esos personajes y de esas historias, como una corriente subterránea y silenciosa, en una transición narrativa soberbia, de la que casi no nos damos cuenta, Eva nos muestra el paso del tiempo. Y vemos al padre de Sandra recordar su etapa de joven camarero en la playa y salir varias noches seguidas celoso de la juventud de sus hijas. Y vemos cómo esa nueva vida de Sandra, todavía en construcción -en ese capitulo llamado "llaves" que esconde todo un tratado sobre cómo hacerse con un piso de protección oficial- se va colando en la propia vida de la familia. Y asistimos a uno de los momentos que más me gustan del libro, cuando los padres de Sandra y Sandra visitan las obras del que será su piso y desde la calle intentan con unos prismáticos averiguar el color de los muebles de la cocina. Un momento que me trajo a la cabeza aquella otra escena maravillosa de esa película terrible que es El verdugo en la que Pepe Isbert con su yerno y su hija visitan la obra de su futuro piso, todavía sin paredes, y se reparten las habitaciones.
Y vemos también aparecer en la vida de Sandra a un nuevo novio, al principio titubeante, que no acaba de decidirse, y que parece desconcertar un poco más a Sandra. Pero que, finalmente, se convierte en una puerta abierta a esa nueva vida en ese momento delicioso en que, ante la insistencia de Sandra en prepararle la comida, le dice que no quiere una cocinera en casa.
Y, un poco más tarde, en ese otro estupendo capitulo llamado "Inauguración", en el que Sandra se reencuentra con su ex novio y su antiguo grupo de amigos y comprende que ya no tiene nada que ver con ellos, vemos como Sandra reivindica el derecho a cambiar de opinión.
Y así podríamos seguir y no acabar nunca, porque cuando alguien intenta, a través de la literatura, poner un espejo ante la vida en el que todos nos podamos ver reflejados, y lo hace tan bien como lo ha hecho Eva, lo que se abre ante nuestros ojos es un mundo entero.
Eso sí, Eva debería andarse con cuidado, porque no me cabe duda de que como algún integrista del grupo de Al Gore lea Ropa tendida pedirá inmediatamente su cabeza por favorecer el cambio climático. Este libro comienza en un coche, acaba en un coche y transcurre en un coche. Claro que esto no es extraño, porque los que conocemos a Eva sabemos el celo con el que salvaguarda su condición de conductora.
El coche funciona así en el libro como un símbolo de esa libertad e independencia que busca Sandra. Pero, también, como un pequeño reproche a ese mundo inmóvil de los padres que nunca lo han tenido. "En algún sitio leí que las familias que han tenido coche propio permanecían más fuertemente unidas", nos dice Sandra.
Podríamos decir pues que estamos ante una historia de carretera. Aunque, eso sí, peculiar. Porque en este libro se hacen cientos de kilómetros, pero no se viaja a ninguna parte. Todos esos kilómetros transcurren en Zaragoza.
La ciudad se atraviesa en todas direcciones. Pero la Zaragoza que se nos muestra es una Zaragoza periférica, fronteriza, oculta a veces, y también nueva y actual, en la que no es difícil imaginar a grupos de jóvenes apostados en una esquina improvisando un rap. De la mano de Sandra paseamos por polígonos industriales, por una plaza del carbón donde los yonquis venden su mercancía robada, por urbanizaciones del extrarradio a las que todavía no llega el transporte urbano, por campos de rugby situados más allá del parque de atracciones, por serrerías ocultas en callejuelas, por un barrio de San Pablo lleno de sayas de árabes, putas y gitanos o por barrios rurales donde aún crecen árboles frutales en campos abandonados.
Claro que el coche no es el único objeto que cobra en el libro una importancia que trasciende a la de su función real. Como todo novelista que se precie, Eva sabe que las novelas se construyen desde los pequeños detalles. Así junto a las baldas del principio, aparecen en la narración muñecos de bronce, papanoeles de plástico, una pajarita de camarero, violetas africanas, un manojo de llaves, alcachofas de ducha, sabanas de ajuar, cajas de juegos de mesa e infinidad de otros objetos que Eva, coloca frente a los personajes como testigos mudos para que estos los doten de significado.
Y es que el libro está escrito exprimiendo al máximo cada recurso narrativo. Ropa tendida es una narración pura escrita con las palabras justas, que diría Martínez de Pisón. Con una prosa delicada, irónica en ocasiones, y sin estridencias. Por sus páginas asoman gentes como el propio Junot Diaz. Y, sobre todo, escritoras como Natalia Ginzburg, Sandra Cisneros o Cristina Grande, a las que, en ese dialogo con otros autores que es cualquier libro, Eva trata de tú a tú, mirándoles a los ojos y sin apartar la vista ni un momento.
En definitiva, y para ir acabando, creo que en Ropa tendida están casi todos aquellos ingredientes de la vida que pueden interesar a la literatura. Ahí están las diferencias generacionales, la incomunicabilidad de los sentimientos, la dignidad, la implacabilidad de la vida, pero también su celebración. Pero creo, sobre todo, que el tema central de Ropa tendida es la búsqueda de la felicidad. O, más bien, la aceptación dolorosa de que esa supuesta felicidad, como si de un cubo de Rubik de imposible solución se tratara, en el que para completar uno de sus lados hubiera que deshacer siempre otro, llega un momento en que sólo es posible encontrarla lejos de los seres a los que quieres.
Por eso recorre el libro un cierto aire de despedida presentida. Y tal vez por eso conforme el libro transcurre y ese alejamiento se hace cada vez mayor y más nítido, la mirada de la propia Sandra se va modificando y se convierte en más comprensiva, o al menos, más compasiva respecto a ese mundo de los padres. Y así en "Paraíso", el último capitulo del libro, cuando vuelve a casa de unos padres que ya han descontado su marcha y encuentra su antigua habitación convertida en un almacén de "aromáticos membrillos", lejos de sentirse dolida, nos dice sentirse como una niña mimada a la que agasajan cada vez que aparece por allí. Y decide acompañar a sus padres a una de las pocas cosas que les ha visto hacer juntos y felices: robar fruta. Y cuando toca la hora de despedirse, en un emocionante final -que me recuerda un tanto al de esa estupenda película que es Las mujeres de verdad tienen curvas- cuando sus padres le piden que les deje solos en mitad del campo, Sandra nos dice:
"Cuando emprendo la marcha les observo a través del retrovisor. Caminan hacia los árboles altos de las nogueras, como dos viejos vaqueros sin cabalgaduras. El sol parece un inmenso caqui anaranjado. Sonrío al pensar que se han querido quedar solos. Aparto la vista del retrovisor para concentrarme en la carretera. El olor de la fruta madura llena el interior del coche."
Eva, como Sandra, acaba de iniciar un viaje en busca de su lugar en el mundo, en este caso, en el mundo de la literatura. Lo ha hecho con este libro verdadero, valiente, bello, profundo y emocionante. No sé si en ese viaje encontrara un pedazo de felicidad o de algo que se le parezca, no sé si la tarea de escribir llega a proporcionar esas emociones. Pero estoy seguro de que si sigue escribiendo de esta misma manera va a hacer muy felices, va a hacernos muy felices a todos los que la leamos.
2 comentarios
Eva -
Un abrazo,
m -
Muchas muchas felicidades Eva!!